Si nombramos a Hans Christian Andersen, lo primero que se nos viene a la mente son aquellos cuentos que nuestros padres nos leían cuando éramos niños antes de acostarnos. Fallecido el 4 de agosto de 1875, el famoso autor de cuentos infantiles de origen danés fue un personaje excéntrico que temía a los niños y que ni siquiera se consideraba un escritor de literatura infantil; incluso rehusó que le erigieran una estatua rodeado de figuras de niños. En realidad, sus cuentos fueron un refugio donde ahogar sus penas por algo que el destino siempre le negó: un amor correspondido. Un lamento que dejaría por escrito en su diario: «Todopoderoso Dios, tú eres lo único que tengo, tú que gobiernas mi sino, ¡debo rendirme a ti! ¡Dame una forma de vida! ¡Dame una novia! ¡Mi sangre quiere amor, como lo quiere mi corazón!». Andersen llegó a declarar su amor tanto a mujeres como a hombres, pero siempre obtuvo el mismo y triste premio de consolación: un simple amistad.
El patito feo de la corte
Andersen era tan poco agraciado físicamente, que William Bloch, autor y director teatral danés, lo describió así: «Extraño y bizarro en sus movimientos. Sus piernas y sus brazos son largos, delgados y fuera de toda proporción; sus manos, anchas y planas, y sus pies son tan gigantescos que nadie piensa en robarle las botas. Su nariz es, digamos, de estilo romano, pero tan desproporcionadamente larga que domina toda la cara; cuando uno se despide de él, su nariz es lo que más recuerda». Hans Christian creció siendo un muchacho desgarbado y con unos modales afeminados que no lo hicieron popular. Tal vez esto motivó que uno de sus primeros cuentos fuese El patito feo, aunque a diferencia de su protagonista, Andersen nunca llegó a convertirse en cisne, ni tan siquiera cuando sus historias fueron recibidas con entusiasmo por los miembros de la Corte.
Sus piernas y sus brazos son largos, delgados y fuera de toda proporción; sus manos, anchas y planas, y sus pies son tan gigantescos que nadie piensa en robarle las botas, lo describió William Bloch.
Durante su estancia en el Reino Unido, Andersen entabló amistad con Charles Dickens y quedó fascinado por el poderoso realismo de su obra, hecho que ayudó al autor danés a encontrar el equilibrio entre la realidad y la fantasía. Inspirándose en tradiciones populares y en la mitología alemana y griega, así como en experiencias particulares, entre 1835 y 1872 escribió 168 cuentos protagonizados por personajes extraídos de la vida cotidiana, héroes mitológicos, animales y objetos animados. Aunque parecían dirigidos en principio a un público infantil, la lectura de su obra hizo sobre todo las delicias del público adulto. Los cuentos de Andersen se desarrollan en escenarios donde la fantasía forma parte natural de la realidad y sus historias, que contienen un peculiar sentido del humor, tratan de los sentimientos y del espíritu humanos.
Andersen en España
En 1862, Andersen viajó a España, donde esperaba encontrar todo lo que le habían contado de este país: un crisol de culturas, orientalismo puro, tradiciones salvajes, mujeres hermosas y restos de civilizaciones antiguas. En 1842, Andersen lo había expresado en numerosas cartas: «¡Oh!, quién estuviera en España, es como para ponerse verde de rabia por no poder estar allí!». Tras publicar una edición de cuentos, tuvo el dinero suficiente para comprar un billete para viajar a Barcelona. El 4 de septiembre atravesó la frontera por el paso de La Junquera. Barcelona le pareció majestuosa por sus lujosos cafés y por la comida, algo que le extrañó porque, curiosamente, le habían contado que en España se pasaba hambre. Después de dejar la ciudad condal, estuvo tres días en Valencia recorriendo sus calles y también fue a Murcia para ver «vestigios árabes», gitanos y los «atuendos más pintorescos». Como tantos otros, Andersen, quedó fascinado por Andalucía, donde había «algo todavía más importante: gente amable”. En Málaga asistió a una corrida de doce toros, pero le pareció una «diversión popular sangrienta y cruel». El escritor también pasó tres semanas en una Granada engalanada para recibir a Isabel II.
En España, Andersen esperaba encontrar todo lo que le habían contado: un crisol de culturas, orientalismo puro, tradiciones salvajes, mujeres hermosas y restos de civilizaciones antiguas.
De Madrid sólo le gustó el Museo del Prado y los espectáculos de ópera italiana. Según sus palabras: «La ciudad era como un ‘camello derrumbado en el desierto'». Por aquel entonces, el escritor danés era uno de los autores más famosos de Europa, pero desgraciadamente sus obras no habían sido traducidas al español. El mismo Andersen se sorprendió de ello, e intentó introducirse entre los grupos de intelectuales madrileños, pero nadie le conocía. Andersen escribió: «Aquí nadie me conoce ni desea hacerlo».
Tras una rápida visita a Toledo, y en un diciembre muy frío, Andersen decidió dejar España. El frío le atenazaba: «¿Era esto estar en un país caliente?», se sorprendió. Su periplo fue como atravesar las montañas entre Noruega y Suecia. San Sebastián fue su última parada. Le pareció una «ciudad genuinamente española». Cruzó el punto de Behobia hacia Francia el 23 de diciembre de 1862. Andersen escribió satisfecho que por fin había visto España y que «no la olvidaré nunca». Al año siguiente publicó Viaje por España, obra que se tradujo a todos los idiomas europeos. El libro ahondaba en la imagen de un país exótico, lleno de gente abierta, pintoresca, aventurera y pasional.
La historia perdida
Años antes de publicar La sirenita, El patito feo, La pequeña cerillera y centenares de relatos que lo convertirían en un clásico mundial de la literatura infantil, el joven Hans Christian había escrito la historia de una vela que no hallaba su lugar en el mundo hasta que una caja de cerillas llegó en su ayuda, iluminándola y mostrándole el auténtico valor de proporcionar luz: La vela de sebo. Aquel fue el primer cuento que escribió cuando era un simple estudiante y que permaneció inédito durante casi dos siglos, hasta que fue descubierto en un archivo familiar. El relato está dedicado a madame Bunkelflod, la viuda del párroco que vivía frente a la casa del autor cuando éste era un niño. El hallazgo fue considerado como «sensacional» en Dinamarca. Ejnar Stig Askgaard, principal responsable del Museo de la Ciudad de Odense, localidad danesa donde apareció la copia escrita a mano del texto de Andersen, y experto en la obra del escritor, declaró: «Sin duda, este cuento de hadas debe ser contemplado como el relato más temprano de todos los escritos por Hans Christian Andersen; en él, el joven autor nos habla de la importancia que tiene la autenticidad de las cosas, la autenticidad del interior de nuestra mente frente a la poca trascendencia de la apariencia externa de las cosas».
El joven Hans Christian escribió la historia de una vela que no hallaba su lugar en el mundo hasta que una caja de cerillas llegó en su ayuda, iluminándola y mostrándole el auténtico valor de proporcionar luz.
Hans Christian Andersen no tuvo hijos y tampoco se casó. El amor no correspondido fue un tema constante a lo largo de su vida. Sus diarios y cartas indican que se enamoró locamente tanto de hombres como de mujeres, pero nunca tuvo una relación estable con nadie. Andersen pidió en matrimonio a la cantante de ópera sueca Jenny Lind cuando le dio un mensaje al subir a un tren. Aunque la cantante fue buena amiga de Andersen (de hecho le mostró un amor fraternal), en una carta que le envió en 1844, Jenny dijo al desolado autor que lo consideraba como «mi hermano».
A principios de 1872, Andersen tuvo un desgraciado accidente doméstico: se cayó de la cama y resultó gravemente herido, no recuperándose nunca de las heridas. Poco después comenzó a mostrar signos de padecer cáncer de hígado. Su vida se apagó el 4 de agosto de 1875, en una casa llamada Rolighed (calma en danés), muy cerca de Copenhague. Poco antes de su muerte, Andersen había hablado con un compositor acerca de la música que deseaba que se interpretase en su funeral, diciéndole: «La mayoría de las personas que caminarán detrás de mí serán niños, así que haga el ritmo con pasos pequeños».